El naufragio de un barco en el que murieron 800 personas en el camino entre Libia e Italia ha vuelto a poner en el foco el drama cotidiano que se vive en el Mediterráneo. Ya son más de 1.600 muertos en lo que va de año, a las puertas de una Europa que cómo única respuesta levanta muros, vallas, fosas y dice «blindar» sus fronteras con policías, militares, patrulleras, expulsiones y leyes de extranjería.
Por Cristina Mas – Lucha Internacionalista (sección de la UIT-CI, del estado español)
El Mediterráneo se ha convertido en la frontera más desigual del mundo, y también la más peligrosa entre países que no están en guerra. La única guerra es la que se libra contra los jóvenes, los trabajadores, las familias que huyen de la violencia, la persecución o la miseria. Basta con ver los datos de Frontex, la agencia europea de vigilancia de fronteras, para comprender la naturaleza política de estos flujos. La mayoría de los náufragos son sirios que huyen de los barriles bomba y las armas químicas del régimen de Bashar Al-Assad y los jihadistas. A continuación vienen los eritreos, prófugos de una atroz dictadura que recientemente ha impuesto un servicio militar obligatorio indefinido para hombres y mujeres, cuyo incumplimiento se castiga con la pena de muerte. Después están los somalíes y los nigerianos, refugiados también de situaciones de violencia extrema. Y estos se mezclan en el camino de la inmigración de los jóvenes de Senegal o Gambia, que tratan de llegar a Europa simplemente para ganarse la vida, como hacen hoy muchos jóvenes del estado español que emigran a Alemania. Y también los llamados refugiados climáticos, como los que huyen de la hambruna y la sequía en Etiopía y otros países del África subsahariana.
Y frente a estas brutales realidades, los gobiernos europeos y la UE se rasgan las vestiduras con el manido argumento del «aquí no caben todos». Cómo si se tratara de una avalancha, cuando son algunos centenares de miles para todo un continente. Nada comparable a los millones de sirios instalados en precarios campos de refugiados en los países vecinos. La Europa democrática no da visados a los demandantes de asilo: sólo tienen la alternativa de jugarse la vida en una patera que les lleve hasta una frontera de la fortaleza. Los que llegan vivos no pueden pedir protección porque se encuentran con las leyes de extranjería y la deportación automática a cualquier país del norte de África que esté lo suficientemente untado para hacer de policía de las fronteras europeas.
La única respuesta de la UE ante el drama es más seguridad: militarizar el Mediterráneo para parar a la gente. El primer ministro británico, David Cameron, y el ministro de Exteriores español, José Manuel García Margallo, han llegado a afirmar que no hay que poner en marcha un gran dispositivo de rescate, porque supondría un «efecto llamada». ¿Están diciendo que la gente viene a Europa por una decisión libre, como si se tratara de un deporte de aventura? ¿Que si se ahogan más vendrán menos? Grandes argumentos para dar más cuerda a la extrema derecha. La misma que en Italia, hace pocos días, se lamentaba de que ya no esté Gaddafi (el que financió las campañas electorales de Berlusconi y Sarkozy) para parapetar a Europa de la inmigración.
Lo más perverso es que estos discursos de los gobiernos europeos criminalizan a las víctimas. En el fondo, lo que están diciendo es que los parias del mar son los culpables: deberían quedarse en sus países y morir allí. Pero estos gobiernos son responsables de los desastres de Iraq, Siria y todavía más de Libia (y antes de Afganistán, otra gran fuente de refugiados) y también de la miseria en África. No se puede destrozar medio mundo y esperar no quedar salpicado por las consecuencias.
Llenar el Mediterráneo de patrulleras, helicópteros y balizas no frenará a los parias del mar: sólo hace su viaje más largo… y más letal. Porque no se pueden poner puertas al campo. Es el cierre de las fronteras terrestres lo que arroja la gente a las pateras. «Si no queréis muertos, poned un ferry entre Trípoli y Roma», decía una pancarta en la protesta de los vecinos de Lampedusa, una isla de apenas 6.000 habitantes que ha movilizado toda la solidaridad para socorrer a los náufragos.
Para la UE sólo se trata de construir una fortaleza, de levantar muros, de abordar la inmigración como un problema de orden público. Ahora anuncian una guerra contra los traficantes, y amenazan con enviar a los ejércitos a atacar los barcos. En realidad, cuando las puertas de entrada a Europa se hacen más pequeñas y más peligrosas, los contrabandistas de personas hacen su agosto con los que no tienen otra alternativa. Cada muro que se levanta en Europa abre un nuevo negocio para las mafias, que se lucran de la desesperación. Su «mercado» es inagotable. La mejor manera de luchar contra los traficantes no son las bombas: es acabar con el negocio, es abrir las puertas a la entrada legal de los refugiados y acabar con el tratado de Schengen y las leyes de extranjería, es poner fin al expolio, es dejar de avalar y armar a los tiranos.
Al menos que dejen de llenarse la boca dando al mundo lecciones de democracia. ¡Cuánta hipocresía! La principal puerta de entrada a Europa de los sinpapeles siguen siendo los aeropuertos. Europa es un continente viejo y rico, rodeado de un mundo joven y empobrecido, Y, a pesar de la crisis, sigue necesitando trabajadores jóvenes a los que deja sin derechos para ser carne de cañón de la sobreexplotación. Todo un ejército de sub-proletariado: los esclavos del siglo XXI. No quieren que en lugar de una amenaza los veamos como lo que verdaderamente son: nuestros hermanos de clase, víctimas de los mismos intereses que destrozan nuestros derechos y nuestro futuro.