Por Reynaldo Saccone, ex presidente de la CICOP* y dirigente de Izquierda Socialista/UIT-CI, de Argentina.
19/9/2023. Uno de cada diez habitantes del planeta no come lo necesario para vivir, según los últimos datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO por sus siglas en inglés), entidad que hace unos años lanzara el programa “Hambre Cero para el 2030”. En lugar de descender hacia el cero previsto, el hambre en el mundo aumentó del 8% de la población mundial en 2019 al 9,3% en 2020; alcanzó en 2021 al 9,8% y se esperaba en 2022 que llegara al 10% de la población mundial (FAO, 2022), cosa que así sucedió. Los hambrientos suman 828 millones en el planeta y mueren por esa causa 24.000 personas por día, casi 9 millones por año. Por la mala alimentación, uno de cada cinco niños menores de cinco años en el mundo tiene retraso del crecimiento. La FAO calculaba en 2022 que solamente un 31% de la población mundial disfrutaba de una dieta considerada saludable. Obviamente se trata de habitantes de los países imperialistas del llamado primer mundo y de las clases dominantes del resto de los países.
La dieta insuficiente en calorías es solo una parte de la crisis alimentaria. La otra parte es la malnutrición: uno de cada cuatro habitantes (unos 2000 millones) recibe alimentación suficiente en calorías (que mantiene su energía para vivir y trabajar), pero deficiente en nutrientes como proteínas de alto valor biológico, vitaminas, minerales y micronutrientes (necesarios para la inmunidad y el desarrollo del sistema nervioso y otros). Por los bajos salarios y la desocupación, las familias de trabajadores y otros sectores populares se ven obligados a consumir la comida barata, rica en calorías y pobre en nutrientes, basada en alimentos industrializados que vienen con exceso de grasas, harinas, azúcar, sal y además cargados de conservantes, saborizantes y colorantes artificiales, comida que “engorda, pero no alimenta”. Aumenta la grasa corporal, altera el metabolismo, disminuye la inmunidad y favorece la aparición tanto de infecciones como de hipertensión, diabetes, cáncer y otras enfermedades degenerativas.
El sobrepeso ya no es signo de alimentación suficiente, aunque excesiva, de los sectores de altos ingresos. Hay ahora una obesidad distinta que crece en todos los países, especialmente entre las familias populares y la clase obrera que indica malnutrición. Se calcula que el 39% de la población tiene sobrepeso y es particularmente dañina en los niños a quienes afecta en su desarrollo y maduración. Detrás de cada niño obeso hay un riesgo aumentado de enfermedad. La cantidad de obesos juveniles que era de 2.9% en el año 2000 había aumentado al 6,8 % en el año 2016 y según la Organización Mundial de la Salud (OMS) va en aumento, aún en un continente donde reina el hambre como lo es África. En las Américas, los niños obesos que tienen entre 5 y 19 años alcanzaban en 2016 el 14,4 % de esa franja etaria. (Consultor de Salud, Bogotá, Michell Andrea Vivas, 23/5/2022).
Esa desigualdad clasista ante el hambre que hay al interior de cada nación es similar a la que se da entre países, en este caso, imperialistas y semicoloniales. Si observamos solo los 14 países que tienen más de 100 millones de habitantes (contando a la Unión Europea como un solo país) encontramos que siete de ellos tienen índices graves de carencias alimentarias con consecuencias tanto en el crecimiento y desarrollo como en la mortalidad de los niños menores de cinco años (India, Pakistán, Bangladés, Indonesia, Filipinas, Nigeria y Etiopía). Todos fueron colonias de potencias imperialistas (Reino Unido, Países Bajos y Estados Unidos) hasta después de la 2da. Guerra Mundial. Durante siglos fueron despojados de sus recursos naturales y confinados a cultivos destinados al mercado mundial para provecho de sus esclavizadores y en desmedro de sus necesidades. Hoy contienen dentro de sus fronteras al 30% de la población mundial, pero el 45% de los hambrientos. En el otro extremo de la lista, con los mejores índices, se encuentran cuatro países imperialistas: la Unión Europea, Estados Unidos, Japón y China (siempre de acuerdo a datos del Banco Mundial que se limita a reproducir las cifras oficiales que dan los gobiernos). Reúnen casi el mismo porcentaje de habitantes (29%) pero solo el 8% de los desnutridos del mundo. Una diferencia abismal en perjuicio de los países coloniales que exime de cualquier otro comentario. Los tres colosos restantes, (Rusia, Brasil, y México) están en una situación intermedia.
Hubo un salto en la producción de alimentos, pero bajo el dominio de los monopolios y su sed de ganancias
Según los voceros del capitalismo imperialista y las multinacionales el hambre en el mundo se debe a una “crisis alimentaria” generada porque el crecimiento poblacional es más rápido que la capacidad de la producción de alimentos, la cual, a su vez, se ve afectada por el cambio climático y, ahora, por la guerra en Ucrania. Ciertamente las sequías y la guerra en Ucrania inciden en la producción mundial de alimentos, pero lo hacen solo coyunturalmente. El hecho incontrastable es que en los últimos sesenta años la producción creció drásticamente. No solo en volumen general, sino en proporción a la población. Hoy hay más alimentos por habitante del planeta que al comienzo de los años ’60 del siglo pasado. El argumento de menor producción es completamente falso. El problema es el dominio que las multinacionales ejercen sobre la producción y distribución de los alimentos que impide que la humanidad pueda disfrutar de una alimentación suficiente y saludable. La cuestión de fondo es el capitalismo.
En 1960 la población mundial era de 3.000 millones, de los cuales la tercera parte vivía en ciudades. En 2022 llegó a 8.000 millones, creció más del doble y la población urbana llegó a ser la mitad, el 56%. La producción de los cuatro principales granos alimenticios (soja, maíz, trigo, arroz) se disparó entre 1961 y 2020. Sumada su producción per cápita pasó de 3.070 a 7.760 kg; no solo acompañó el crecimiento de la población, sino que logró que cada habitante del planeta disponga hoy del doble de granos que hace sesenta años. Por cada grano, los aumentos resultan aún más espectaculares: el trigo subió un 242%; el arroz, 251%; el maíz, 467% y la soja, nada menos que 1215%.
Este salto es fruto de descubrimientos científicos, avances técnicos y nuevas formas en la organización de la producción que se iniciaron con la llamada “revolución verde” de los años ’50. En medio del auge de las revoluciones de posguerra y los levantamientos de las masas pauperizadas y hambrientas de las antiguas colonias, -como describe André Gunder Frank– la revolución verde fue planeada por el Banco Mundial y otros organismos internacionales “para detener a la [revolución] roja, para abastecer las ciudades de alimentos y, por supuesto, para conseguir buenos negocios para los terratenientes, comerciantes y abastecedores nacionales y extranjeros de insumos” (Frank A G, “La crisis mundial, t. 2 El tercer mundo”, pág. 139, Ed. Bruguera, Barcelona, 1980). Consistía en créditos y asesoramiento otorgados por estos organismos para incorporar gran variedad de cosechas, el uso masivo de semillas modificadas, nuevos fertilizantes, maquinarias, regadíos y otros avances en México, India, Filipinas y muchos otros lugares del mundo semicolonial. Aunque logró un salto en la producción, polarizó socialmente al campo aumentando las ganancias de los más ricos y empobreciendo a los campesinos.
La alianza entre los grandes monopolios trasnacionales y los organismos de las Naciones Unidas como la FAO y el Banco Mundial se amplió y perfeccionó, estimulando el surgimiento en los años ’60 de las llamadas cadenas de valor agroalimentario que es la combinación de todas las ramas de la producción intervinientes, desde el laboreo directo de la tierra, pasando por la producción de semillas, fertilizantes, agro químicos, medicamentos, forraje para cría de animales, almacenamiento, hasta el transporte y venta. Este entramado, que requiere grandes capitales, ha permitido dar ese salto en el volumen de productos alimenticios. Algo que, en cuanto a cantidad y abaratamiento, la tradicional agricultura familiar y aldeana no podía lograr. Sin embargo, ésta, a pesar de haber sido superada en la producción y desplazada de las mejores tierras por los monopolios, continúa alimentando -aún hoy- a un cuarto de la población mundial (FAO).
El apoderamiento de la agricultura mundial por parte de los monopolios se hizo fundamentalmente, según Frank, mediante “la propiedad del proceso tecnológico y de los conocimientos necesarios para la gestión”. No es necesario poseer todos los eslabones de la cadena agro alimentaria para controlarla; basta con hacerlo en los esenciales, por ejemplo, monopolizar la producción de semillas de híbridos. Para consolidar ese poder a nivel internacional, las multinacionales cuentan con los acuerdos que se gestan en la Organización Mundial de Comercio, redactados a voluntad de estas empresas. Uno de los principales es el monopolio de la propiedad de las patentes, que les permite adueñarse de los avances de las ciencias obtenidos en universidades y laboratorios de todo el mundo y les asegura una posición dominante en una producción de tan alta complejidad. La red de dominación monopólica se completa a nivel de cada país, entre otras formas, con la presencia en los ministerios de funcionarios de los monopolios que garantizan la ejecución de sus exigencias. En Estados Unidos los llaman con sarcasmo “ejecutivos de puerta giratoria”, dado que los CEOs pasan sucesivamente del servicio empresarial al público y luego vuelven a la empresa, aunque manteniendo siempre fidelidad siempre a su mandante, el capital monopólico.
Este salto productivo sin antecedentes en la historia permitió a la FAO afirmar “Hoy en día se producen alimentos más que suficientes para alimentar a todos”. (Objetivos de Desarrollo Sustentable, 2022). Pero -reiteramos- se hizo desde su inicio bajo el dominio de las multinacionales y enteramente al servicio de la renta del capital sin tomar en cuenta ni la necesidad de una alimentación sana para la población, ni el uso racional y la preservación de los recursos naturales. Por eso el resultado es, como mostramos más arriba, una crisis alimentaria de hambre y malnutrición en medio de la mayor capacidad productiva de alimentos en la historia humana.
Una mirada a la concentración capitalista monopólica
Si empezamos por la tierra, tenemos que decir que la complejidad de la nueva producción requiere grandes extensiones de tierra ya sea alquiladas o de propiedad directa de grandes productores. Ya en los ’70, las multinacionales estaban acaparando tierras en la franja ecuatorial de tierras fértiles selváticas que atraviesa Sudamérica, África, e Indonesia (Frank, 1980). Ejemplo paradigmático de lo que decimos es la selva amazónica que actualmente está siendo liquidada a una tasa de 80.000 Ha. por día para destinar sus tierras a la explotación agroganadera, mientras las bandas de sicarios de las multinacionales expulsan a tiros a los pueblos originarios y campesinos que las habitan. Según Jorge Castro (Clarín, 26/2/2022) en Wall Street se ofrecen fondos a una tasa de 12% anual para comprar nuevas tierras destinadas a la producción agroalimentaria. Los grandes millonarios no se han quedado atrás y Bill Gates ya se ha convertido en el principal propietario individual de tierras norteamericanas (Land Ownership Report, 21-1-22, citado por Castro).
La concentración monopólica del comercio de granos mundial, según un informe de la organización GRAIN, se centraba en cuatro multinacionales (ADM, Bunge, Cargill y Louis Dreyfus) que controlaban aproximadamente el 75% del comercio. En la última década se agregó a este grupo la empresa COFCO china. La monopolización de biotecnología, variedades de semillas, agroquímicos y la emergente rama de la manipulación genética está blindada por el Acuerdo sobre los Aspectos Comerciales de la Propiedad Intelectual (ADPIC) de la Organización Mundial del Comercio (OMC) que extiende la vigencia de las patentes a todos los países y abarca todos los aspectos de la producción incluyendo el producto final (la semilla, el organismo vivo resultante, el agroquímico). Por ejemplo, las patentes protegen la propiedad de semillas genéticamente modificadas que no pueden reproducirse lo que obliga al productor a comprarlas en cada siembra (GRAIN 2012) o a asociarse con contratos de cláusulas secretas para obtener las licencias.
Por el vencimiento de patentes (y la extinción de las colosales ganancias que brindan), la proliferación de malezas resistentes y los tímidos esfuerzos regulatorios de algunos gobiernos (especialmente de la Unión Europea) para controlar los efectos tóxicos, los gigantes de las semillas y agroquímicos se ven obligados a desarrollar (y patentar) continuamente nuevos productos. Últimamente ensayan la edición del genoma, procedimiento que altera el material genético de un organismo, planta o animal -incluso hongos y bacterias que actúan en los suelos- para aumentar la productividad y la fertilidad de la tierra, la resistencia a enfermedades y plagas y más. Por ejemplo, Corteva Agriscience (Estados Unidos), la segunda compañía de semillas más grande del mundo y la cuarta firma de pesticidas, creó con otras empresas un grupo que controla 48 patentes para la edición de genes de plantas copando prácticamente desde su origen esta rama.
La industria de la carne es otra rama de producción de alimentos altamente concentrada. Involucra el sacrificio, procesamiento, empaque y distribución de proteína proveniente de vacas, cerdos, ovejas, pollos, peces y otros animales. En 2021 se produjeron a nivel global 263 millones de toneladas; las multinacionales líderes son: JBS, brasileña que procesó 13 millones de toneladas de carne bovina en 2020; Tyson Foods, Estados Unidos, carne bovina, de ave y de cerdo; Cargill, Estados Unidos, carne bovina, empresa que como vimos, tiene también fuerte presencia en el resto de la cadena alimentaria. Del total producido, 37,2 millones de toneladas fueron para exportación siendo Brasil el primer exportador mundial.
¿Hay una solución al problema del hambre?
La FAO, la OMS, y -en el mismo sentido- las iglesias de distintos credos y las ONGs humanitarias abogan por la regulación internacional y los acuerdos multilaterales entre países que permitan, por un lado, mitigar el hambre con programas focales dirigidos a sectores determinados de la población y, por el otro lado, poner límites a la explotación irracional de la naturaleza por parte de terratenientes y grandes empresas que eviten sus consecuencias más catastróficas.
La experiencia viene demostrando que la insaciable sed de ganancias de los propietarios y los monopolios prevalece sobre cualquier intento de regulación que propongan los estados nacionales y sus gobiernos capitalistas. Un ejemplo reciente es el pedido que durante la reciente pandemia de Covid-19 hicieron a la OMC más de cien países miembros, encabezados por la India, para liberar las patentes de las vacunas. Las potencias imperialistas dieron largas al asunto para no aprobar el pedido, lo que permitió que la epidemia se prolongara tres años y produjera 7 millones de muertes.
Otro ejemplo de la inviabilidad de esos intentos regulatorios es la devastación de la selva amazónica, considerada el pulmón del planeta. La Iglesia católica hizo una asamblea de obispos en Roma por este problema; Alemania y Noruega crearon un fondo para preservarla; numerosas ONGs actúan en la zona y los gobiernos europeos exigen a su par brasileño que ponga límites a la depredación. Lula, que asumió con el beneplácito de las potencias imperialistas, se comprometió a salvar la selva. Sin embargo, no habían pasado seis meses de su asunción cuando autorizó la contaminante explotación petrolera de la línea costera amazónica de 2000 km de extensión y, a la par, el Congreso brasileño rechazaba la ley que protegía la permanencia de los pueblos originarios en sus territorios ancestrales del Amazonas favoreciendo su apropiación por las multinacionales.
Con su acción limitada a mitigar los aspectos más dañinos del capitalismo, la FAO y la OMS, como asimismo las iglesias y las ONGs humanitarias, fomentan de hecho la adormecedora ilusión de la posibilidad de una regulación internacional que dé lugar a un “capitalismo con rostro humano” y en realidad solo logran garantizar la perduración del dominio de los monopolios imperialistas y la obtención de sus fabulosas ganancias.
La agricultura orgánica, la de sustento o el cambio de dieta ¿podrían solucionar el hambre en el mundo?
La agricultura orgánica es una herramienta importante en la lucha contra el hambre y la malnutrición en el mundo. Se centra en producir alimentos de manera sostenible, sin el uso de productos químicos sintéticos y en equilibrio con el medio ambiente; protege la biodiversidad, conserva los suelos y reduce la contaminación del agua y el aire. Sus productos son cualitativamente superiores a los provenientes de la gran producción masiva pero su elaboración, por ahora semi artesanal y de altos costos relativos, la lleva a ocupar solo exclusivos y pequeños nichos del mercado. Es progresiva porque muestra que es posible producir alimentos más sanos, pero dado su costo solo minorías acceden a ellos. Algunos de los defensores de la agricultura orgánica la toman a la manera de un credo y corren el riesgo de creer que es posible encarar la lucha contra el hambre por una vía evolutiva de educación.
La agricultura de sustento, practicada principalmente por pequeños agricultores, es esencial para la seguridad alimentaria y el desarrollo económico de muchas comunidades rurales en todo el mundo. La defensa que de ella hacen las comunidades debe ser apoyada porque es una lucha por la subsistencia, para no caer en el hambre. Tiene por componente central la preservación de sus tierras, codiciadas por multinacionales y terratenientes, sin las cuales las comunidades quedan irremisiblemente condenadas a la emigración y al hambre y para lograrlo deben enfrentar continuamente a las empresas y sus sicarios armados, como en el Amazonas y en muchos países.
Quienes, para encontrar una solución al problema del hambre y la malnutrición, preconizan un cambio individual de dieta olvidan que miles de millones de explotados en todo el mundo no comen lo que quieren sino lo que pueden alcanzar con sus salarios y lo que las multinacionales de la alimentación les ofrecen. Para disfrutar de una dieta saludable debieran tener una oferta de alimentos sanos abundante y al alcance de sus ingresos, algo imposible de lograr sin acabar con este modelo de producción orientada a la ganancia. Ninguna de las propuestas que mencionamos está a la altura -en el estado actual de su desarrollo- de dar respuestas a las enormes necesidades de alimentos de la humanidad. Entre quienes sostienen estas propuestas hay muchos que rechazan todo lo que sea acción política y muy principalmente la revolucionaria, apelando a experiencias ejemplares y lograr cambios por educación y evolución, cuando el principal obstáculo al mejoramiento de la agricultura en el sentido que preconizan es el dominio que ejercen los monopolios. Podríamos decir de ellos lo que Marx y Engels decían de los socialistas utópicos de su época “intentan abrir paso al nuevo evangelio social predicando con el ejemplo, por medio de pequeños experimentos que, naturalmente, les fallan siempre”.
La solución es acabar con la dominación capitalista imperialista y avanzar hacia el socialismo
El falso optimismo liberal capitalista parte del axioma -mil veces refutado por la historia- de que las fuerzas del mercado, libradas a su propia dinámica resuelven los problemas a medida que van surgiendo. La realidad muestra lo contrario. A pesar de que la producción agraria ha generado la posibilidad de alimentar a todo el mundo, esta no puede concretarse. Como ya hemos dicho, bajo el capitalismo, al servicio del enriquecimiento de los monopolios, empresarios y terratenientes y no al servicio de las necesidades humanas, se degrada la calidad de la alimentación, se destruye el ambiente, se sacrifica la biodiversidad, se agotan los suelos, se envenenan las aguas, se depreda y devasta para sacar el máximo rendimiento del capital invertido. Se imponen férreos límites al desarrollo, como los acuerdos de la OMC y las patentes que permiten a las multinacionales apropiarse de todos los avances de la ciencia y técnica y escamotearlos a su aprovechamiento por la humanidad.
Como hemos visto la crisis de la alimentación que vivimos no responde a causas técnicas, ni al abandono de la agricultura ancestral, ni falta de regulación internacional, ni a malos hábitos alimentarios de las personas; responde a causas sociales y políticas, es decir, al régimen capitalista imperialista que distorsiona e impide el desarrollo de las fuerzas productivas agrarias -hoy aprisionadas por la clase capitalista para su provecho-. Para liberarlas y desarrollarlas racional y científicamente, para que puedan proveer una alimentación sana para toda la humanidad, es necesario acabar con el capitalismo. Es decir, llevar adelante una lucha política para lograr que las y los trabajadores impongan gobiernos propios en sus países y los extiendan a nivel mundial para expropiar a las multinacionales, a los terratenientes, a la banca e instaurar la propiedad colectiva de los medios de producción, iniciando el camino del socialismo.
En el terreno de la alimentación esta lucha política pasa por desarrollar la soberanía alimentaria imponiendo que la producción de cada país sirva para las necesidades de los trabajadores y el pueblo; nacionalizar la comercialización y distribución interna para controlar los precios de los alimentos; defender las agriculturas regionales y de sustento; impedir la deforestación, agotamiento de los suelos y contaminación de la aguas; nacionalizar el comercio exterior para que los beneficios de la producción agraria reviertan hacia las y los trabajadores; abolir la ley de patentes y nacionalizar los grandes monopolios de la alimentación en el marco de un plan obrero y popular para garantizar alimentación sana y de calidad para todos.
Entonces sí, la producción de alimentos se podrá hacer al servicio de la clase trabajadora y los pueblos del mundo, planificadamente, en forma sustentable, protegiendo a los trabajadores del campo, respetando sus sabidurías ancestrales, preservando el ambiente y conservando la diversidad biológica. Pero para eso será preciso romper las cadenas de la dependencia imperialista, la propiedad monopólica y las barreras nacionales. Es decir, reemplazar el sistema capitalista-imperialista por el socialismo.
*Asociación Sindical de Profesionales de la Salud de la Provincia de Buenos Aires