Escribe José Castillo
La serie, coproducida por los canales HBO de los Estados Unidos y Sky de Gran Bretaña, se transformó en un suceso mundial. Millones revivieron el desastre ocurrido en 1986 en la ex Unión Soviética y se horrorizaron con el papel decadente e irresponsable cumplido entonces por la burocracia estalinista. Pero a la pintura le falta un elemento: el rol criminal de la carrera armamentista y el uso de la energía nuclear por parte del capitalismo imperialista.
Chernobyl, la miniserie en cinco capítulos escrita por Craig Mazin y dirigida por Johan Renck, es atrapante y artísticamente impecable. Se trata, sin duda, de una de las mejores producciones de los últimos años. La recreación del ambiente de los últimos años de la Unión Soviética, e incluso la precisión con que encara los detalles de lo sucedido, son impresionantes (los debates sobre si pasó exactamente así o no son los propios que quedaron abiertos después de la catástrofe, y en ningún caso se deben a inexactitudes o falta de investigación). La humanidad, dicha con todas las letras, que se desprende de las historias de vida de los distintos personajes es desbordante. Vale la pena verla y la recomendamos fervientemente. Pero no se nos escapa que, como producto de la industria cultural globalizada, el hecho de que sea coproducida por dos “tanques” como la yanqui HBO y la británica Sky, nos obliga a discutir cuál es la intencionalidad política detrás de la serie: intentan mostrar, detrás de un hecho histórico real, que “el socialismo no va más” y lleva a desastres de este tipo, contrastando subliminalmente con un mundo capitalista donde “estas cosas no pasan”.
Chernobyl y las responsabilidades de la burocracia soviética
Digámoslo con todas las letras, el rol de la burocracia soviética, conducida por Gorbachov, fue criminal. El 26 de abril de 1986 se produjo el accidente en la central nuclear ubicada en Ucrania (entonces parte de la Unión Soviética), a apenas 17 kilómetros de la frontera con la también entonces república soviética de Bielorrusia. Tanto la tecnología y los materiales utilizados por la URSS para la construcción de la propia central, como el propio mantenimiento y, peor aún, el ocultamiento de la magnitud del accidente, revelan el carácter de una burocracia estalinista ya en su decadencia final. La URSS seguía “de atrás” la carrera nuclear contra los Estados Unidos utilizando materiales más baratos y tecnologías obsoletas. Los privilegios de los burócratas y la absoluta falta de democracia y transparencia en la toma de decisiones políticas fueron parte de los motivos que amplificaron a niveles indescriptibles el desastre. Basta mencionar que, en un primer momento, el gobierno de Gorbachov solo reconoció nueve muertos y 300 internados, cuando el tema estaba saliendo a la luz por las mediciones de radiación que se estaban conociendo en los países occidentales. Los intentos de ocultar los hechos, o las responsabilidades (se llegó entonces a intentar argumentar un supuesto “atentado” pergeñado en Occidente) fueron una constante: el gobierno soviético nunca terminó de reconocer sus responsabilidades y la magnitud del desastre. Pero la realidad no puede ocultarse: la explosión del reactor 4 de Chernobyl causó 31 muertes directas (dos inmediatas y 29 en los días posteriores), pero hubo 200.000 personas sometidas a altas dosis de radiación en los días inmediatos y 600.000 durante los trabajos de descontaminación. Aún hoy la ciudad fantasma de Pripyat (evacuada en los días posteriores a la explosión) sigue registrando niveles de radiación superiores a lo normal y cinco millones de personas viven en zonas consideradas “contaminadas”, mayormente en Bielorrusia. Todo producto, sin lugar a dudas, de la irresponsabilidad criminal de la burocracia soviética.
¿En el capitalismo esto no pasa? Three Mile Island y Fukushima
Las industrias culturales yanqui y británica, nunca inocentes y siempre funcionales a los intereses del capitalismo imperialista, utilizan a Chernobyl para “demostrar” los desastres a los que supuestamente nos llevaría el “socialismo”. Sin embargo, la propia utilización de la tecnología nuclear en los países imperialistas, al servicio primero de la carrera armamentística y luego de los negocios de las multinacionales, ya dio lugar a accidentes similares. Los dos más grandes ocurrieron en países capitalistas: Three Mile Island, en los Estados Unidos (1979) y Fukushima, en Japón (2011). Podemos sumar otros eventos menores: Chalk River -1952 y 1958- en Canadá, Tokaimura -1999- en Japón, Vandellós I -1989- en España y Windscale Pile -1957- en Gran Bretaña.
Hoy, que el desastre de Chernobyl vuelve a estar en debate a partir de la minierie de HBO y Sky, sigue teniendo plena vigencia lo que dijimos entonces desde nuestra corriente internacional: “So pretexto de calificar a las centrales nucleares soviéticas de ‘rústicas’ e inseguras, ocultan al mundo que un desastre nuclear puede ocurrir también en Occidente. El afán de lucro de los monopolios imperialistas hace que ellos mismos desarrollen usinas nucleares, quizás algo más seguras pero que tampoco toman en cuenta el bienestar de la población. No hace mucho quedó demostrado por el grave accidente de Three Mile Island, en pleno corazón de los Estados Unidos. […] La energía atómica es cualitativamente superior a las otras energías descubiertas y aprovechadas por el hombre. Es la expresión más alta del progreso tecnológico y del desarrollo de las fuerzas productivas materiales de la civilización actual. […] El mayor peligro proviene, pues, de quienes controlan la energía atómica: imperialistas y burócratas que marginan a los pueblos de su control directo. […] ¡Ante este peligro, todos los gobiernos que producen armas atómicas son irresponsables! No tenemos confianza en los gobiernos y los monopolios imperialistas que, para garantizar las ganancias de sus empresarios, están dispuestos a ir a la guerra nuclear. […] ¡No cuestionamos la técnica y el progreso! ¡Cuestionamos el uso irresponsable de esta técnica que conduce a la liquidación de nuestra civilización! […] Para evitar un desastre atómico, ¡liquidemos el manejo irresponsable de la energía nuclear por el imperialismo y la burocracia!” (declaración del Secretariado Internacional de la LIT-CI, corriente internacional antecesora de la UIT-CI, a la que pertenece Izquierda Socialista, en Correo Internacional, Año III, Número 20, junio de 1986)
Svetlana Alexievich: Voces de Chernobyl
La escritora bielorrusa recibió el Premio Nobel de Literatura en 2015. Una de sus obras más destacadas fue, justamente, Voces de Chernobyl, donde utilizando su particular estilo (similar a reportajes donde le da la palabra a los testigos de los hechos) presenta varias de las historias que luego aparecen en la miniserie. Vergonzosamente, su nombre no aparece siquiera en los créditos de la producción de HBO y Sky.
Alexievich es una de las mejores escritoras de la realidad soviética. Sus obras así lo acreditan. Los muchachos del zinc son testimonios sobre los soldados soviéticos enviados a Afganistán entre 1979 y 1986. Sus dos libros sobre la Segunda Guerra Mundial (Últimos testigos. Los niños de la Segunda Guerra Mundial y La guerra no tiene rostro de mujer) son imperdibles. Y sus trabajos sobre la sociedad rusa y bielorrusa luego de la disolución de la URSS (Fascinados por la muerte y El fin del Hommo Sovieticus) son de lo mejor para comprender lo que pasó entonces, mostrando a pleno la contradicción entre una sociedad que quería sacarse de encima (y lo logró) la dictadura burocrática, pero que a la vez lo hacía con tremendas expectativas, luego frustradas, en el capitalismo. Ya Carlos Marx lo había dicho: “Nada de lo humano me es ajeno”. Svetlana con su escritura lleva esta frase a su máxima expresión.
La carrera armamentista desatada por el imperialismo yanqui
¿Por qué la Unión Soviética construyó centrales nucleares con tecnología obsoleta y materiales peligrosos? Más aun: ¿por qué se trató de ocultar el accidente al mundo, temerosos de que la URSS perdiera el “prestigio” como potencia nuclear?
El origen de todo esto se encuentra en la carrera armamentística desatada por el imperialismo yanqui al final de la Segunda Guerra Mundial. De hecho, apenas se había dado el paso extraordinario de comenzar a operar la tecnología nuclear, todos los esfuerzos fueron volcados a la producción de armamentos. Así, el mundo conoció el poder demoledor de las bombas atómicas cuando fueron lanzadas en 1945 contra Hiroshima y Nagasaki. En los años posteriores se desató una carrera armamentística que hizo que, en pocos años, las potencias imperialistas, de lejos con Estados Unidos a la cabeza, tuvieran una potencia destructiva nuclear capaz de destruir varias veces el planeta. Todo al servicio de mantener su supremacía política, económica y militar. La burocracia soviética, que había acordado las zonas de influencia tras los acuerdos de Yalta y Potsdam, al mismo tiempo que cumplía el rol contrarrevolucionario de “gendarme” de ese pacto, se vio arrastrada a tener que “competir” en armamento (y por lo tanto, investigación y desarrollo atómico en general) con los Estados Unidos. Junto con la falta de democracia obrera, el secretismo y la defensa de los privilegios para la casta burocrática (que incluía a los responsables del desarrollo nuclear), constituyó un “combo” que terminó explotando con el desastre de Chernobyl.