Por Mercedes Petit, nota de cuando se cumplieron 70 aniversarios del asesinato de León Trotsky.
Hace 70 años, entre el 27 de febrero y el 3 de marzo de 1940, León Trotsky hizo un breve testamento. Desde el exilio, cercado por los agentes de la GPU (la policía secreta) y con su familia diezmada por la persecución de Stalin, no dudó en escribir: “La vida es hermosa”.
La vida de León Trotsky no fue nunca fácil. Pasó la mayor parte de su juventud en cárceles, destierro en Siberia o exilio en el extranjero. Conoció la capital del imperio de los zares, San Petersburgo, en 1905, durante la revolución, siendo presidente del soviet. Ese año fue detenido. No volvió más hasta 1917, luego de la caída del zar.
Sus seis años de ministro del gobierno revolucionario obrero y campesino fueron de trabajo muy intenso, con tres años dedicados a la formación y conducción del Ejército Rojo. Las penurias de la guerra civil las pasó viajando en un tren blindado, recorriendo los distintos frentes.
En 1924, luego del golpe que le significó la enfermedad y muerte de Lenin, comenzó a ser aislado y perseguido por Stalin y la burocracia. Desde entonces, dedicó cada minuto de su vida, con un ritmo de trabajo imparable, a desarrollar la oposición antiburocrática.
Fue echado del partido en 1927 y de la URSS en 1929. En 1933 llamó a construir la Cuarta Internacional, que fue fundada en 1938.
Por entonces el acoso de Stalin hacia Trotsky y sus seguidores se iba profundizando. Con los siniestros “procesos de Moscú” supo del fusilamiento de amigos y adversarios políticos que habían compartido con él luchas contra el zarismo, la toma del poder y la guerra civil. Su único hijo sobreviviente y sus secretarios cayeron asesinados por la GPU. Los agentes de Stalin eran la peor “presión” que amenazaba su vida. Finalmente, en agosto de 1940, a los 60 años, lograron asesinarlo. Pero no habían mellado ni su alegría de vivir, ni sus convicciones de militante socialista revolucionario y defensor de la Unión Soviética. Leamos su testamento.
Coyoacán, 27 de febrero de 1940
Mi presión arterial alta (que sigue aumentando) engaña a los que me rodean sobre mi estado de salud real. Me siento activo y en condiciones de trabajar, pero evidentemente se acerca el desenlace. Estas líneas se publicarán después de mi muerte.
No necesito refutar una vez más calumnias estúpidas y viles de Stalin y sus agentes; en mi honor revolucionario no hay una sola mancha. Nunca entré, directa ni indirectamente, en acuerdos ni negociaciones ocultas con los enemigos de la clase obrera. Miles de adversarios de Stalin fueron víctimas de acusaciones igualmente falsas. Las nuevas generaciones revolucionarias rehabilitarán su honor político y tratarán como se lo merecen a los verdugos del Kremlin.
Agradezco calurosamente a los amigos que me siguieron siendo leales en las horas más difíciles de mi vida. No nombro a ninguno en especial porque no puedo nombrarlos a todos.
Sin embargo, creo que se justifica hacer una excepción con mi compañera, Natalia Ivanovna Sedova. El destino me otorgó, además de la felicidad de ser un luchador de la causa del socialismo, la felicidad de ser su esposo. Durante los casi cuarenta años que vivimos juntos ella fue siempre una fuente inextinguible de amor, bondad y ternura. Soportó grandes sufrimientos, especialmente en la última etapa de nuestras vidas. Pero en algo me reconforta el hecho de que también conoció días felices.
Fui revolucionario durante mis cuarenta y tres años de vida consciente y durante cuarenta y dos luché bajo las banderas del marxismo. Si tuviera que comenzar todo de nuevo trataría, por supuesto, de evitar tal o cual error, pero en lo fundamental mi vida sería la misma. Moriré siendo un revolucionario proletario, un marxista, un materialista dialéctico y, en consecuencia, un ateo irreconciliable. Mi fe en el futuro comunista de la humanidad no es hoy menos ardiente, aunque sí más firme, que en mi juventud.
Natasha se acerca a la ventana y la abre desde el patio para que entre más aire en mi habitación. Puedo ver la brillante franja de césped verde que se extiende tras el muro, arriba el cielo claro y azul y el sol que brilla en todas partes. La vida es hermosa. Que las futuras generaciones la libren de todo mal, opresión y violencia y la disfruten plenamente.
León Trotsky
Todas mis pertenencias, mis derechos literarios (los ingresos que producen mis libros, artículos, etcétera) serán puestos a disposición de mi esposa Natalia Ivanovna Sedova.
En caso de que ambos perezcamos [el resto de la página está en blanco].
3 de marzo de 1940
La índole de mi enfermedad es tal (presión arterial alta y en avance) -según yo lo entiendo- que el fin puede llegar de súbito, muy probablemente -nuevamente es una hipótesis personal- por un derrame cerebral. Este es el mejor fin que puedo desear. Es posible, sin embargo, que me equivoque (no tengo ganas de leer libros especializados sobre el tema y los médicos, naturalmente, no me dirán la verdad). Si la esclerosis se prolongara y me viera amenazado por una larga invalidez (en este momento me siento, por el contrario, lleno de energías espirituales a causa de la alta presión, pero no durará mucho), me reservo el derecho de decidir por mi cuenta el momento de mi muerte. El “suicidio” (si es que cabe el término en este caso) no será, de ninguna manera, expresión de un estallido de desesperación o desaliento. Natasha y yo dijimos más de una vez que se puede llegar a tal condición física que sea mejor interrumpir la propia vida o, mejor dicho, el proceso demasiado lento de la muerte… Pero cualesquiera que sean las circunstancias de mi muerte, moriré con una fe inquebrantable en el futuro comunista. Esta fe en el hombre y su futuro me da aun ahora una capacidad de resistencia que ninguna religión puede otorgar.